*NOMBRE DEL CAPÍTULO AÚN PENDIENTE*
La fría mañana de noviembre se despertaba acompañada de los
primeros trinos de los pájaros que, posados en las ramas esqueléticas y
desnudas de los álamos del jardín trasero, aportaban algo de vida. El pálido
sol invernal lanzaba sus débiles rayos contra la tierra, aportando luz aunque
no calor. Tumbada en su cama, la joven revisó aquella nota por última vez,
sabía que no serviría de nada, la decisión estaba tomada y no se sentía capaz
de escribir con mayor claridad lo que en ella había intentado reflejar. De
todos modos, lo que su madre sintiese tras lo que estaba a punto de hacer, la
iba a importar bien poco.
Cansada de no haber dormido la noche anterior, miró por la
ventana que se abría a un vecindario de casas iguales, todas cortadas por el
mismo patrón, luminosas, amplias, un pequeño jardín delantero y uno más grande
con un par de árboles en la parte de atrás, las jardineras que unos meses ates
habían estado llenas de color ahora estaban vacías, y la tierra congelada
presentaba un aspecto grisáceo y desolado. Con desgana fijó la vista en unas
niñas que vestidas como si fuesen a acompañar a John Franklin al Polo Norte se
encaminaban con las mochilas a cuestas hacia la escuela, ella no pensaba ir
hoy.
Procurando no pensar en su amiga y en la puñalada trapera
que estaba a punto de darla se vistió mecánicamente, solo por rutina. Como cada
mañana cambió su camisón por la ropa de calle, esta vez algo cómodo, un vestido
largo de lana y unas medias gruesas, a rallas negras y blancas, estaba a punto
de pasar de largo sin calzarse pero se lo pensó dos veces, el dicho de “murió
con las botas puestas” la había hecho gracia desde niña por su significado
literal y con un amago de sonrisa en su cara agarrotada decidió hacerle un
homenaje llevándolo a la práctica.
Sus dedos acariciaron con mimo el cuero negro de sus Doc
Marteen y sintió con total claridad su suave tacto en las yemas de los dedos,
ahora que estaba al borde del abismo, a punto de lanzarse, era más consciente
que nunca de lo que estaba a punto de hacer, todo su cuerpo se había
hipersensibilizado, quizás en un último esfuerzo de la parte racional de su
cerebro de hacerla desistir.
Sabiendo que su madre no volvería hasta las ocho de la tarde
del trabajo fue sin miedo hasta el cuarto de baño de la planta de abajo, el que
tenía una enorme bañera blanca con grifos cromados, último diseño, ideal para
ella. Abrió el grifo del agua caliente y la dejó correr hasta que el vapor
empañó la superficie del espejo colocado en medio del lavabo, puso el tapón de
goma y dejó que se fuera llenando lentamente, mirando sin ver el chorro de agua
que salía del grifo y que poco a poco iba elevando el nivel del agua. Dejó la
nota de despedida en la balda donde guardaban las toallas para que fuese
visible y no se mojase, y arrodillándose sacó de detrás del pie del lavabo un
bulto formado por una toalla.
Había descubierto ese hueco hacía bastante tiempo, apenas
una rendija entre el azulejo y la tubería de desagüe, pero siempre la había
sido útil para esconder cosas pequeñas, no mayores que su mano, esta vez, el
arma del crimen. Desenrollando con cuidado la toalla para no hacerse un corte
involuntario en los dedos, dejó al descubierto cuatro pequeñas cuchillas
plateadas de la marca Bic para uso industrial, sus favoritas. La gruesa toalla
en la que las había envuelto había evitado que la humedad de la tubería las
llenase de óxido y estropease el agudo filo.
Dejándolas sobre la encimera conectó su iPod al altavoz que
había en la balda de abajo, un capricho de su madre, incapaz de bañarse sin música
puesta. No sabía muy bien que canción quería escuchar, realmente no había
pensado en ponerse música, pero siempre la había ayudado, se dijo a si misma
que ahora no sería una excepción, además, no estaba segura de poder guardar la
compostura, la música ahogaría cualquier posible sonido incriminatorio. Incapaz
de decidirse finalmente optó por dar a la opción de “aleatorio” y permitir que
fuese el aparato el que eligiese qué canción sonaría. Los acordes fluyeron por
el aire y poco a poco, como siempre la pasaba cuando escuchaba aquellas lentas
canciones, se fue relajando.
Evaluó el nivel del agua, ya era suficiente para lo que
quería, dudó entre subirse las mangas de lana o cortarlas, si las subía, podían
presionar las venas, actuar como esas gomas verdes que se emplean en los
hospitales antes de extraer sangre a alguien y que sirven para concentrar la
sangre, eso no era bueno, podría darles una oportunidad de frustrar su plan.
Mientras lo pensaba aplicó desde la parte interna del brazo hasta la muñeca la
crema anestésica, sacada del botiquín personal de su madre. La crema la
ayudaría, mientras esperaba la media hora indicada en el prospecto fue cortando
con cuidado las mangas del vestido, justo por encima del codo. Apretó su dedo
índice sobre la piel de su brazo y sonrió satisfecha al notar que la tenía
totalmente dormida, sabía que si llegaba a donde tenía que llegar la iba a
doler igual y desconocía si debajo del agua tendría los mismos efectos, pero al
menos la daba valor.
Despacio pasó una pierna por encima del borde de la bañera,
el agua empapó su bota y la media de debajo aunque al estar caliente no la
importó demasiado. Pasó la otra y con la extraña sensación de estar viéndolo
todo a cámara lenta se terminó de sentar en la bañera, abrió el grifo de nuevo
y vio como el agua desbordaba al ser incapaz el desagüe de emergencia de
contenerla toda ella. Inspiró hondo y procurando no pensar en aquellas personas
a las que iba a defraudar dejó que la cuchilla que tenía firmemente agarrada en
la mano derecha abriera un largo corte en su brazo, desde la muñeca hasta casi
la parte interna del codo.
Como había supuesto el anestésico no bastó, era demasiado
suave, demasiado superficial. El brazo la palpitaba mientras la sangre salía a
borbotones y teñía el agua de la bañera de escarlata. El dolor era
insoportable, ni siquiera el agua caliente lo mitigaba, notaba como la temblaba
la mano sin control y supo con total certeza que no podría hacerlo de nuevo.
Soltó bruscamente el aire que había retenido todo este tiempo en los pulmones y
dejó caer al agua la cuchilla, no pensaba volver a usarla. El día anterior, en
previsión a que esto pasara, había robado la caja de Zolpidem a su madre,
dispuesta a tomarse las pastillas, de todos modos, pensaba hacerlo como último
recurso, pues era imposible que se ahogase en la bañera y podían ralentizar la
sangre, frenarlo todo el tiempo suficiente como para que alguien la salvara.
Temblando salvajemente se forzó a coger otra cuchilla que
dejó momentáneamente sobre el borde de la bañera, se metió la toalla que las
había envuelto en la boca y mordiéndola hasta que la dolieron las mandíbulas
tomó de nuevo el afilado instrumento y lo deslizó por su pierna, desde el borde
de la bota hasta la rodilla. Sin valor para mirar, cerró los ojos mientras otra
fuente de sangre volvía a colorear el agua. Antes de volver a echarse atrás, en
un acto desesperado, rezando para conseguirlo, lo hizo de nuevo en su muslo.
La debilidad, el agua, el dolor, el miedo y el hecho de
tener los ojos cerrados la jugaron una mala pasada. La cuchilla resbaló y el
resultado fue un corte mucho más profundo del que se podría haber hecho ella
por su cuenta de forma consciente, del enorme tajo brotó la sangre y una oleada
de debilidad la golpeó bruscamente, haciendo que cayese bruscamente hacia
atrás. El borde de la bañera la golpeó en las paletillas y la sacó el aire
de los pulmones. A través de la bruma
que se había instalado en sus ojos vio como todos los azulejos blancos del baño
eran ahora de un color rosado por el agua ensangrentada que había desbordado de
la bañera y les había empapado, el grifo seguía abierto y el agua pronto corrió
libremente por el pasillo, filtrándose en el suelo, inundándolo todo,
dispersando la sangre como si quisieran alejarla de ella, no dejar que retornase
a su cuerpo.
El brazo sano reunió fuerzas suficientes como para dar un
manotazo al grifo, sabía que no iba a durar mucho, lo había hecho bien, a pesar
del miedo y de las dudas, y el sonido del agua la molestaba en los oídos pues
se combinaba con el pitido continuo que escuchaba y el zumbido de su cabeza.
Pronto todo acabaría, no había marcha atrás, ya no. Ese pensamiento la hizo
sonreír por última vez, fijando en su cara esa última sonrisa tranquila, llena
de paz aunque no por ello de felicidad. Ya no era capaz de oír la música, el
zumbido de su cabeza lo llenaba todo, el dolor parecía haberse mitigado y
notaba los párpados tan pesados como el plomo, ni siquiera fue consciente de
que la niebla se volvía más espesa porque miraba a través de sus pestañas por
culpa de sus ojos que se habían ido cerrando lentamente.
Lo había hecho, lo había conseguido, ese pensamiento rondaba
de forma confusa por su cabeza acentuando su sonrisa, al fin había hecho algo
bien, nadie podría quitarla ese último caramelo amargo. La muerte se la llevó
por fin a los quince minutos de haber empezado, dejando atrás una escena
desolada, la escena de la rendición final de una joven de diecisiete años
incapaz de seguir adelante y ver más allá.